Son muchos los padres y profesionales que piensan que un niño con un trastorno como el autismo estaría mejor, y desarrollaría más sus aptitudes, asistiendo a un colegio ordinario. Porque opinan que acudir a un centro de esas características implica la integración al medio reconocido como normal y por lo tanto, la tendencia a volverse normal. Sin embargo, la experiencia vivida con mi hijo Adrián fue otra. La integración resultó mucho mejor en el colegio de educación especial que en el anterior, un colegio ordinario.

Adrián padece autismo, diagnosticado a los diecisiete meses. En los primeros momentos, la noticia supuso un gran disgusto, pero en seguida me puse a investigar sobre la enfermedad, informándome sobre si mi hijo podría llevar una vida normal, sobre si podría lograr las metas que otra persona conseguiría.

Entre tanto, Adrián acudió al Centro Base a recibir terapias de estimulación temprana, como se hace por protocolo, hasta los dos años. Al cumplir esta edad, llegó la hora de escolarizarlo. Mi desconocimiento sobre el tema me llevó a dejarme guiar, ciegamente, por los consejos de los profesionales, en este caso, de la Consejería de Bienestar Social y Educación, que me recomendaron escolarizarlo en un centro ordinario de integración con apoyos específicos. Allí empezó Adrián una nueva etapa.

Durante todo el periodo preescolar, el niño siguió los cursos al mismo nivel que sus compañeros, incluso se logró que trabajara en grupo. Llegué en ese tiempo a cosechar esperanzas de que Adrián podría llevar una vida completamente normal, lo que me reafirmaba en la decisión que había tomado.

Sin embargo, con la llegada de la educación primaria todo cambió. En el primer trimestre del primer curso su progreso paró en seco. Empezaron a repetirse de manera incesante las conductas negativas: no quería compartir tiempo con sus compañeros, se subía a las mesas, se quitaba la ropa, mordía los muebles, empezó a dar saltos, etc.

Dado este cambio tan drástico, decidí consultar a una vieja amiga psicóloga que había atendido a Adrián poco después de ser diagnosticado. Ella me recomendó que si Adrián no aprendía y no se relacionaba con sus compañeros, lo más acertado sería buscar un colegio de educación especial.

Viendo que Adrián no mejoraba, me dispuse a solicitar el cambio de escolaridad. Para ello, concerté una cita con el orientador del colegio ordinario. Quería que me orientara sobre cómo llevar a cabo el traslado.

 Para mi sorpresa, de la reunión que mantuvimos, algo que él dijo se grabó a fuego en mi mente. Bajo ningún concepto debía llevar al niño a un centro de esas características, ya que, cito textualmente: No sabes donde llevas a tu hijo, estos niños aprenden por imitación y en ese colegio solamente hay niños agresivos y ninguno habla. En base a estas palabras decidí que siguiera en el centro ordinario, con esperanzas de mejora.

 Cuando empezó segundo de primaria, las situaciones negativas y de sufrimiento aumentaron. Incluso por las noches, ya no dormía. Las profesoras terapéuticas del Centro Ordinario, me aconsejaron que llevara al niño a un centro de salud mental, allí podrían recetarle medicación que lo tranquilizaría y lo haría prestar más atención en el aula.

 En la consulta me recetaron Rispeldal y Dorken. La respuesta al tratamiento fue insignificante en cuanto a los problemas de conducta. Aunque se mostraba más tranquilo, apenas pisaba la clase ordinaria, la mayor parte del tiempo estaba solo en otra clase, con una cuidadora que no hacía ningún tipo de trabajo terapéutico con él.

 Al terminar el curso, volví a solicitar el cambio de centro y dada mi insistencia, el orientador me invitó a que lo llevará a una enseñanza combinada: unos días acudiría a la escuela ordinaria y otros días a la escuela de educación especial. De esta manera me podría volver atrás en la decisión si se confirmaba lo que él había pronosticado. Accedí a ello debido al miedo que habían sembrado en mí sus palabras en nuestra primera reunión.

 Al poco tiempo de comenzar con la educación combinada, ya empezamos a ver cambios. Cuando Adrián iba al centro de educación especial, volvía a casa con muestras de felicidad y bienestar. Parecía un niño tranquilo. Por el contrario, cuando volvía del colegio ordinario, estaba nervioso, los puños de sus camisas devorados y su mano mordida. Esos días su malestar se proseguía en casa.

 Fue entonces cuando pude concluir que el orientador del colegio ordinario estaba equivocado, que su orientación era prejuiciosa, falta de información y de profesionalidad.

 Me di cuenta de que Adrián no necesitaba ser un niño normal sino un niño feliz. También me di cuenta de que lo importante es que fuera lo más independiente posible.

 Descubrí que nos cegamos al intentar que nuestro hijo autista fuera como un niño normal y, por ejemplo, fuese a la universidad. Que lo haya logrado el niño autista que aparece en una película, no significa que sea lo que hay que esperar. ¡De esos casos hay uno de cada cien! Debemos aceptar a nuestro hijo tal y como es, fomentar sus aptitudes en la medida de lo posible, y para eso un centro de educación especial es la mejor opción, pues están mejor estructurados y le dan a cada niño especial lo que necesita.

 Decidí entonces que Adrían acudiera sólo al centro de educación especial. Su mejoría fue tal que le pudieron retirar la medicación.

 Adrián hoy tiene diecisiete años. Sigue su escolarización en el centro de educación especial y en un programa de transición a la vida adulta (TVA) donde realiza actividades acordes a sus intereses y capacidades en talleres dirigidos. Ha iniciado un taller de cerámica, que le interesa mucho. Es un joven feliz, sin conductas malas de ningún tipo. Por supuesto, no se ha vuelto una persona agresiva.

 

Teresa López

Madre de Adrian Zafrilla

Toledo 5 de octubre de 2015