Niño de 4 años, diagnosticado de TEA. Desde hace un tiempo el profesional de la atención precoz observa cómo el juego y gran parte de la actividad del chico giran en torno al mundo de los superhéroes y la eterna lucha entre el bien y el mal. En varias ocasiones el niño ha intentado, y en otras ha llegado a ejecutar, saltos desde alturas peligrosas al grito del superhéroe de turno. El adulto, educador responsable, tiene absolutamente claro cómo actuar: «Hay que dejar de alimentar al monstruo». El niño no debería traer más muñecos a las sesiones, ni mirar más dibujos o libros relacionados con el tema. En las sesiones de trabajo practicará la extinción,  derivará la actividad hacía otros intereses o hará entrar al niño en contacto con la realidad («no, tú no eres un superhéroe», «no, eso no es una nave espacial», «no eso no es una bomba»).

Adolescente de 16 años, alumno en una escuela de educación especial. Diagnosticado inicialmente, en torno a los tres años, de TGD. Diagnosticado mucho después como Síndrome de Asperger. El equipo docente está preocupado porque el chaval, en los últimos meses, frecuenta malas compañías. Él es una especie de camaleón, en función de la persona con la que interactúa parece adoptar una forma de ser acorde a la del interlocutor. Se oyen voces en el equipo educativo: «No tiene personalidad», «Está vacío por dentro», «Es demasiado influenciable». Se barajan estrategias de intervención para alejarlo de las influencias negativas y así exorcizar la posibilidad de que se eche a perder. El intento de pensar qué le pasa al chico se estrella una y otra vez contra el diagnóstico de Síndrome de Asperger. Llegar hasta esta fachada será lo más próximo a la reflexión sobre los procesos internos del chaval, encerrando y constriñendo el proceso  en un bucle tautológico: se comporta así porque es Asperger y es Asperger porque se comporta así.

Niño de 5 años, diagnosticado de TEA. Está fascinado con las puertas automáticas, las barreras de entrada/salida de los parkings, los autobuses y el metro. Estos intereses inundan más o menos su vida con independencia del contexto. El discurso dominante sobre estos hechos, al consultar a educadores, familiares y otros profesionales de la psicología implicados, oscila entre el polo de la obsesión-compulsión/estereotipia (entendidas como elementos completamente nocivos a extirpar), y el polo de la diversión/hobby («¡son cosas que le gustan, no busquemos tres pies al gato!»).

Comienzos del segundo trimestre de P3. Niño de 3 años. La profesional referente del equipo psicopedagógico de la escuela se queja de la hipótesis diagnóstica emitida por el psicólogo externo, retraso evolutivo global con especial afectación en las áreas de lenguaje y relación.»No sé porque ese diagnóstico, ¡si todos en la escuela sabemos que el niño es autista!».  Recupera la compostura, suspira y encuentra la paz perdida «Por suerte sabemos todo lo que hay que hacer».

Son sólo cuatro ejemplos esquemáticos, pero a mi modo de ver ilustran no hechos aislados, sino la regla. Y no sólo en lo referente a las personas con autismo, sino en relación a la población general. La psicología analítica usa el término «persona» (etimológicamente prósopon, lo que está delante de la cara, es decir, máscara) para nombrar el modo en que el individuo se relaciona con el mundo externo y sus «objetos», y el término «alma» para nombrar el modo en que el individuo se relaciona con el mundo interno y sus «objetos». Digo pues que mi impresión es que la educación se centra en formar personas, cosa en absoluto despreciable, más que en formar almas. Quizás esta presunta tendencia cultural esté animada por el ideal de la adaptación al medio, pero entonces convendría señalar que aprender a relacionarse con el mundo de afuera sin cultivar a la par la relación con el mundo de adentro no conduce a la adaptación sino al ajuste. Y ya sabemos cómo se las gastaba el bueno de Procusto.

Me quedaré examinando esta especie de impresión apocalíptica sobre la educación que ha ido tomando forma ante mi (¡no vaya a ser que sea yo el único que necesita de educación anímica!). Un análisis rápido me lleva a diferenciar dos aspectos de este pretendido espíritu educativo colectivo: la acción directa y la cosificación. Con «acción directa» pretendo hacer referencia a todo aquello que vaya en la línea de la imposición de la voluntad, un tipo de acción fundamentado en un creer no tener que contar con el otro. De aquí brotan acciones concretas como la de «decirle» al otro lo que tiene que hacer o la exigencia de la imitación del modelo externo, llevada a veces hasta el extremo del formalismo mecánico. Lo contrario de la «acción directa» sería la «acción indirecta», vale decir, reflexiva o parlamentaria (aunque actualmente el Parlamento parece ser más un ejemplo de acción directa). Con «cosificación» pretendo hacer referencia a la tendencia a ver la vida en su dimensión objetiva, un reducir todo modo de ser al modo peculiar de ser la «cosa», la res (palabra latina de la que deriva la palabra realismo; res en castellano significa ganado, en catalán nada). Así, la obsesión, la estereotipia o el mismo autismo son cosas que están ahí, ya hechas, entes cerrados y acabados, separados y ajenos al individuo con los que él se relaciona. Lo contrario de la visión realista sería la visión ejecutiva. Desde esta perspectiva se restituye la implicación vital del individuo. La obsesión, la estereotipia, el autismo serían quehacer vital, un hacer alguien algo con otro algo en vista de un tercer algo.

Se nos invita al foro bajo la pregunta ¿Insumisos de la educación? Cabe entonces  preguntarse quién es el sujeto del que se predica ser un insumiso de la educación. La respuesta que a mí se me presenta es «nosotros», como colectivo (nuestra educación anímica general), más que «ellos» (los autistas) como individuos. Pero si planteamos que son ellos los sujetos de la cuestión (Autistas ¿Insumisos de la educación?)  prefiero girar la moneda y ver su «reverso tenebroso»: Autistas ¿Anfitriones de un posible desarrollo cultural?»