A tiene 13 años, estudia en el IES cercano a su domicilio, con adaptación curricular no significativa por alumno con necesidades educativas especiales por TEA. Lo conocí cuando acababa de cumplir 9 años, y la demanda de tratamiento era por su aislamiento de los otros niños de su edad. Anteriormente estuvo en el Programa de Atención Temprana y en postemprana, por “Retraso generalizado del Desarrollo”. De apenas hablar en la primera infancia, pasó a cierta verborrea cuando cogía confianza en la relación, pero lo que ha permanecido es una entonación peculiar, grave, monocorde, en la que no se diferencian las afirmaciones de las preguntas. Una enunciación muerta.

Cuando está construyendo algo, musita palabras inaudibles. Puede estar silencioso un buen rato, y responder si pregunto, con respuestas breves. Pero un cambio se produjo al desplazarse su borde autístico.  Fue con un “libro de chistes” que dejé a su alcance. Un volumen con dibujos que acompañaban textos sencillos y de un humor inocente. Él leía en voz alta el chiste, la ocurrencia, y esperaba mi respuesta de sonrisa. Al principio no entendía casi ninguno, no le hacía gracia a él mismo, pero fue ocupando un lugar: se dirigía a mí, un S1 que esperaba un S2. Me pedía que le explicara por qué era gracioso, y otro día lo volvía a leer, sonriendo él mismo. La ocurrencia  ponía palabras a la burla o la agresividad hacia el otro, y se apoyó en esta herramienta.

Un día haciendo un rompecabezas se puso a reír y no podía parar, no sabe de qué ríe, se interrumpe/ríe incluso en la calle al salir de la sesión. La sesión siguiente tampoco pudo dar cuenta de aquello.

Cumplidos los 11 años, sufrió una especie de rito que hacen en su pueblo los chicos entre sí: todos se tiran sobre uno al que hacen cosquillas. No le pegan, es una escaramuza. Lo que para él cuenta es que dijeron “a por él, y (dice) me fui corriendo”, quizás asustado, no puede decir más.

Tiempo después, con la intención de que llevara algo de dinero del él en el bolsillo cuando sale por el pueblo, le propongo que durante la sesión demos una vuelta por el barrio. Elige una tienda bazar con miles de objetos, y de ellos elige “unas gafas de broma”: los ojos salen de las órbitas y quedan colgando de un muelle. Ya de vuelta durante el final de la sesión las llevará puestas, lo que resulta divertido para los otros que nos ven.

Estas “gafas” le permitían una mínima regulación de goce, mucho mejor que las suyas que a menudo deja olvidadas o pierde. Un apéndice, que complementa el cuerpo, y le sirve de autodefensa en lo real.

A empezó a responder con palabras, probar a su manera un lazo discursivo con los otros.  Como tantos otros adolescentes autistas ahora se encuentra ante las pulsiones sexuales, con una herramienta rudimentaria “la réplica”. Está el riesgo de que su uso no sea considerado apropiado, por excesivo y tendrá que graduarlo.